«Yo soy bien chingonzote porque tengo una metralletota y una camionetota para pasar por encima de ti y de todos los pobres pendejos como tú, y los pago con dinero de la droga | los asesinatos | el tráfico de personas, y me sobra para comprar más viejas, pisto y justicia de los que verás juntos en toda tu vida si sigues ahí, hundido y amarrado por la moral y las leyes».
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Todos los modelos que antes alimentaron nuestra cultura popular, han fracasado en el imaginario social: los maestros pasaron de epítomes de la abnegación y el mejoramiento moral del pueblo, a burócratas insaciables; los policías, otrora guardianes de la rectitud propia y ajena, devinieron en primeros defensores de la corrupción; los sacerdotes, de ser maestros de virtud, son exhibidos ahora por los medios como depredadores sexuales. Los soldados dejaron de ser modelos de disciplina y patriotismo para convertirse en símbolos de la ignorancia armada; los funcionarios públicos y gobernantes, de benefactores del pueblo, a parásitos... Y un interminable etcétera que, resumidamente, significa: nuestros/as niños/as y jóvenes ya no aspiran a ser curas/monjas, soldados ni maestros/as, sino sicarios, padrotes/zorras o narcos.
Peor aún, nadie se esmera por desmentir estos prejuicios en la realidad social de México, dentro ni fuera de los grupos más señalados. Vivimos ya una especie de «síndrome de Estocolmo»: pasamos de sufrir el crimen y la corrupción en los años setenta, a tolerarlos en los ochenta, a convivir simbióticamente con ellos en los noventa –incapaces de alzar la cabeza bajo el peso de la crisis– y por fin, en este decenio aprendimos a apreciarlos, desearlos, amarlos... En el pecho de nuestras clases medias y bajas (y de buena cantidad de juniors y oligarcas) siempre hay espacio para un escapulario de Malverde o la Santa Muerte, aunque jamás hayan llevado un crucifijo; todos tenemos (o conocemos a alguien que tiene) una hebilla, playera o gorra con hojas de marihuana, sea en su concepción pseudomística de ganja –entre los pseudoeducados– o como la vil «mota» de siempre para los cholos.
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Lo único que frena la aparición de un Estado criminal y el imperio de una «moral del crimen», aparte de la mala conciencia colectiva y el chantaje de los organismos internacionales, es la resistencia sorda de las Iglesias y las instituciones de formación juvenil, sobre todo las escultas y militarizadas (que ya comenzaron a ser atacadas abiertamente por los criminales), junto a un puñado de adultos con más buena voluntad que recursos, entre docentes, funcionarios menores y líderes comunitarios (también en la mira de las mafias). Pero no es raro descubrir en los iPods de monaguillos, lobatos y cadetes, o escucharlos cantar en los patios de escuelas, los atrios o parques, himnos al delito, la muerte y la degradación, «perreando» salazmente mientras tanto. Estamos siendo derrotados de la peor manera, en la más dolorosa de las circunstancias: la conciencia de nuestros hijos aspira al crimen; ellos desean ser como el enemigo... Es más fácil.
1 comentario:
No debe dejarse pasar un comentario sobre la «mentalidad de paracaidista» que tanto daño hace a la vida colectiva, mantenida con recursos públicos.
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