20121201

Un marciano en la frontera


Conocí a Juan Carlos en la preparatoria; fue mi maestro de teatro. Sin embargo, nadie lo conocía por su nombre; para todos era «El Marciano», y estaba tan orgulloso de su apodo como de su ideología: entonces era el defensor del socialismo más encarnizado que haya producido jamás un colegio religioso; siempre llevaba en su mochila El capital de Karl Marx, y tenía a la mano una cita para zanjar cualquier discusión...


...Comenzaron a llamarlo «El Marciano» en la secundaria; nadie sabe si por feo o por extravagante. Hasta los religiosos del colegio le decían así, y su certificado fue expedido a nombre de «Juan Carlos Marciano». Esto costó a los Hermanos una visita memorable de doña Marisa, su mamá, quien amenazó con demandarlos y hasta acusarlos con sus superiores por lo que le pareció una burla imperdonable, cosa que a él tenía sin el menor cuidado.
Doña Marisa y Juan Carlos vivían solos, en un hogar muy cristiano pero también muy respetuoso de la libertad y la responsabilidad personal. Las únicas exigencias que tuvo él hasta cumplir 18, fueron sus deberes hacia Dios y con la escuela. Para que la educación de su único hijo no tuviera tropiezos morales ni descuidara la formación espiritual, lo inscribió siempre en colegios religiosos, inclusive la preparatoria: esa misma a la que yo ingresé un año después que él terminó.
Durante el bachillerato, Juan Carlos fue el primer promotor de su apodo, al sumar las singularidades de la adolescencia a las de su carácter. Aprovechó cada oportunidad de hacerse ver, y fue gracias a su excentricidad que el Grupo de Apostolado se convirtió en una alternativa popular entre los estudiantes, volviéndose su principal motor, promotor y actor, opacando inclusive al Hermano responsable del acompañamiento.
Fue tanto el ímpetu que imprimió «El Marciano» al grupo, que su energía alcanzó a sentirse en varias generaciones, la mía entre ellas. Sin embargo, cuando yo lo conocí ya no era el evangelizador entusiasta que contagiaba entre los adolescentes esa urgencia de llevar la Palabra y la misericordia de Dios hasta las colonias más necesitadas. Se había convertido en un ideólogo del socialismo, más deseoso de emprender cambios instantáneos en el mundo que de contribuir en la transformación perdurable de los corazones, y los religiosos que amorosamente lo habían invitado como profesor para que aportara su vitalidad y experiencia de fe, ahora lo miraban con recelo.
Y es que al cumplir la mayoría de edad, «El Marciano» decidió estudiar artes en la universidad pública, que –como era común– estaba empapada de ideología izquierdista. Deslumbrado por la promesa de resultados instantáneos mediante la «lucha de clases» y la «acción social directa», cambió la esperanza en el advenimiento del Reino por la militancia en favor de «la dictadura del proletariado»; el apostolado por la propaganda; el Evangelio por El capital, y a Cristo por Karl Marx.
Nuestra generación, sobre todo quienes asistíamos a la clase de teatro con «El Marciano» socialista y estuvimos en el Grupo de Apostolado que había reavivado «El Marciano» evangelizador, experimentamos la paradoja de alimentar nuestra vida espiritual gracias a la inercia que él dejó, mientras escuchábamos de su misma boca ataques continuos a la esperanza cristiana. Esto le provocó conflictos con los Hermanos; entre los profesores que simpatizaban con la izquierda y los que la condenaban... Y entre nosotros, sus admiradores más que sus alumnos.
Por las mismas burlas de «El Marciano» supimos que doña Marisa sufría mucho por esto, pero oraba aún más, pidiendo a Dios que su hijo volviera al camino correcto. La fuerza de su oración debió ser grande, pues un día cualquiera llegó a dar la clase una compañera de Juan Carlos: «El Marciano» había dejado todo de repente, yéndose a meditar Dios sabe dónde. Llamamos a su casa y su mamá nos contó cómo tiró él todos sus libros y cuadernos, regaló los carteles que tenía en las paredes, echó algo de ropa en una mochila y salió de casa, sin decir a dónde ni cuándo volvería.

***

Eran los últimos meses de la preparatoria para mí. Los Hermanos habían dejado la escuela en manos laicas hacía mucho tiempo; el Grupo de Apostolado y el Taller de Teatro eran recuerdos: estábamos muy ocupados en mejorar el promedio para entrar a la universidad sin contratiempos.
Y llegó la llamada que nadie esperaba: doña Marisa nos estaba citando para el siguiente fin de semana en un café; ahí estaría «El Marciano». Pero en ese lugar y hora nos recibió el Hermano Juan Carlos, aún desacostumbrado al sonido de su propia voz, después de un año en voto de silencio. Igual de feo que antes, con una barba trasquilada que no le hacía ningún favor, pero mucho más sereno.
Nos contó del tiempo que estuvo desaparecido, cómo vagó por el país trabajando en lo que fuera cuando se quedaba sin dinero para seguir, conociendo la realidad humana y espiritual de los pueblos que tocó su camino pero, sobre todo, de los migrantes que buscaban la frontera norte, siendo uno con ellos en las penurias del camino, lejos de los seres amados y sin auxilio de ninguna clase, ni siquiera espiritual.
Descubrió que la lucha de clases no daría solución jamás a la miseria que produce esta soledad humana; tampoco un anuncio del Evangelio cándido como el de la adolescencia: sintió el llamado a predicar el amor de Dios mediante una vida consagrada en su totalidad a transmitirlo, de manera actuante y comprometida.
Por fin, encontró una orden religiosa que satisfizo sus inquietudes; acababa de concluir su año de silencio y había profesado votos perpetuos. Nos reunió para pedirnos perdón por ser piedra de tropiezo cuando tuvo autoridad sobre nosotros, sus antiguos alumnos o admiradores.
En adelante, fue «El Hermano Marciano» para los viejos amigos; para los nuevos, en los refugios de la frontera, «El Hermano Juan Carlos», el que recibía a los trashumantes con el primer abrazo de amor en meses o semanas lejos de la familia, un cambio de ropa limpia, un baño caliente y un lecho digno para descansar.

***

Me alegró mucho la llamada que recibí, varios años después, desde un punto indefinido al otro lado de la frontera: era el Diácono Juan Carlos, acompañando a un grupo de ilegales como «observador de derechos humanos» y sufriendo amorosamente los mismos peligros que ellos: el tráfico de personas, los animales del desierto, la cárcel y la deportación. Habló para avisarme que se había ordenado «de este lado» el día anterior, «con las sandalias puestas y el bastón en la mano», y para pedir que pasara la noticia a los amigos y a su mamá, sin darle detalles de lo que hacía para no preocuparla.
Al año siguiente, me enteré que el –ahora– RP Juan Carlos nos visitaría pronto, pero nunca pudimos reunirnos ya con «El Padre Marciano»: lo último que supe de nuestro amigo y modelo de la adolescencia, es que se le perdió la pista en el Desierto de Arizona, acompañando a un grupo más de indocumentados.



ooOOOoo


Epílogo

Luego de publicar este relato testimonial-ficcional sobre un ángel de carne y hueso, nos escribe la prima de quien nos sirvió de modelo. Nos dice:
Se ordenó sacerdote por ahí de 2005 y desde entonces se fue a Buenos Aires, Argentina. Eso después de haber pasado por la frontera con EEUU, Filipinas y no recuerdo cuantos países más. Ahora se encuentra en la Casa del Marino, ayudando a los marineros que llegan al puerto y a los migrantes; se encarga de enlazar a los migrantes con el gobierno. Trabaja mucho, dando cursos y teniendo reuniones con mucha gente.
...Genio y figura.


  
Para María † Visión. Enero 27 de 2010.





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