20080312

Realidad llevada al extremo


Voces afectadas, vestuario rimbombante, tramas de tragicidad inverosímil, libretos con más emoción que realidad... Pocos pensarían que la ópera tenga su raíz más profunda en la realidad humana, pero así es.

Es un género difícil de por sí, tanto al ejecutarlo como para disfrutar de él: música, teatro, canto... a veces hasta danza. Hay demasiados elementos que llaman nuestra atención a la vez, y todos son importantes; un momento de distracción puede costarnos el disfrute de la obra, pues hasta la más sobria se erige como una vorágine de percepciones y mensajes que se imbrican entre sí, se encabalgan uno sobre otro, quedan en suspenso y luego reaparecen... En una época cuando el calificativo ‘extremo’ se ha vuelto lugar común, asistir a una función de ópera quizás sea la mejor manera de recuperar el verdadero significado de esa palabra.
Resulta paradójico que, sin embargo, el fin último de esta forma artística sea algo muy elemental –«los extremos se tocan»–: hacer patente la desnudez esencial de la naturaleza humana, es decir, su limitación, su incapacidad de comprender y trascender las situaciones más comunes, mientras se fija las metas más altas. Pasión, destino, injusticia, intriga, parecen siempre alcanzar y atar las alas de un espíritu que anhela aires más puros, una existencia más perfecta, donde el amor sí sea para siempre, el albedrío se ejerza libremente, la justicia sea universal y, la concordia, el signo de todos los hombres y pueblos... Un poco a la manera que los hoy populares «deportes extremos» festejan la vida en las fronteras de la muerte, la ópera señala, desde su parafernalia argumental y representativa, lo más simple y elemental: somos seres limitados con aspiraciones infinitas.
Si este género híbrido de teatro y música ha sobrevivido cuatro siglos, no es sólo por sus méritos: su origen está en las tragedias de la antigüedad griega, y de ellas aprendió el fenómeno conocido como ‘mimesis: la necesidad de subir el color y aumentar el volumen de los objetos y sonidos, pues somos afectos a la distracción y solemos pasar de largo ante nuestra propia realidad (nuestra realidad, por vida de Dios); desoímos por costumbre las voces quedas, incluida la voz de la conciencia. Así, la exageración es un recurso que pone en el primer plano de nuestra vista esas partes importantes de la vida, que nos obliga a oír –más: a escuchar– los mensajes importantes.
En el escenario, cierto personaje se reviste de atuendos relucientes y realiza una acción que, quizás, hacemos por rutina –besar a la persona amada, defender una idea o un derecho, expresar sentimientos (o reprimirlos)–, y no dice las palabras, sino que son suficientemente importantes para cantarlas, en un estilo y volumen que no permiten hacerse el sordo. Y es la misma acción, tal vez con palabras semejantes, que desdeñamos en nosotros, en nuestros prójimos... La ópera redime la existencia, nos lleva a corregir nuestra mustia percepción de ella y rescatar la capacidad de maravillarnos.




Léelo como se publicó en el Semanario Arquidiocesano de Guadalajara.


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