20120919

¿Qué nos enseñó el temblor de 1985?


Hace 27 años, a las 07:19 hrs., México despertó de la feliz ignorancia para encarar la realidad de los desastres. 

Las catástrofes de San Juanico en 1984 y Guadalajara en 1992; el huracán «Gilberto» de 1988, dejaron también serias lecciones, pero la magnitud del sismo que destruyó el corazón de la capital, además de otras localidades en el Centro y Occidente del país, tuvo un costo sin parangón en vidas humanas. Esto motivó por igual a sociedad y autoridades a marcar la fecha en las efemérides negras de la Patria.
Pero, además de los «simulacros de simulacro», las banderas a media asta y las tristes anécdotas que cada año nos repetimos, ¿qué aprendizaje nos dejó?
Primero, que la negligencia es un cómplice macabro de las fuerzas de la naturaleza (y viceversa). Si los códigos de construcción y planes de desarrollo urbano se hicieran respetar, las catástrofes tendrían costos humanos, materiales y económicos mínimos. Pero la corrupción, la nece(si)dad y la incultura voluntaria aún campean en nuestra sociedad, provocando que cada desastre natural habido desde entonces, y cada catástrofe humana, pongan en alerta a los cuerpos de protección civil y de rescates ante la casi certeza de un escalamiento de calamidades. Aún son cotidianas la invasión habitacional de zonas de riesgo, la escasa supervisión de la infraestructura de servicios públicos, las edificaciones sin cumplimientos mínimos, el descuido de los esquemas de seguridad y prevención en las industrias... Y la ignorancia de las prácticas mínimas de protección civil en escuelas, trabajos y familias.
Segundo, que el resguardo de la integridad física y patrimonial de las personas no es sólo responsabilidad del sistema público de emergencias, las organizaciones juveniles y los organismos asistenciales de las Iglesias: es, primeramente, responsabilidad del individuo. Desde 1985 somos menos pasivos, menos catastrofistas si se quiere; más participativos, sí, pero no lo suficiente. Aún esperamos que sea un vecino, la autoridad o la Providencia quien dé la voz de alarma y nos dirija para quitarnos de enmedio del desastre; eso, cuando no nos aferramos a las posesiones materiales, la faena a medio hacer, las antipatías vecinales, o el pánico nos paraliza. Nadie quiere ser el primero en dar la voz y activar el sistema de emergencias; nadie quiere ser el último en evacuar la zona o sitio de riesgo. Nadie quiere ser, o que su hijo sea, el chico listo que cada semana se enfunda en el uniforme y va a practicar las habilidades y aptitudes necesarias para salvar su propio pellejo y el de sus prójimos.
Tercero, que las calamidades pueden ocurrir en cualquier momento y provenir de la fuente más inesperada. Sin embargo, parece que quienes no han pasado por una, y algunos de quienes las hemos sufrido en carne propia, echamos este aprendizaje al cajón del «eso no me importa», «eso a mí no me sucederá» o «si ya pasé por eso y sobreviví, nada más puede pasarme», etiquetando a quienes tratan de mantenerse preparados como pesimistas, paranoicos o apocalípticos. Los cursos obligatorios de primeros auxilios o de protección civil son considerados por muchos como asuetos no programados, y quienes ponen atención, como los pobres idiotas que se harán responsables de los demás por el mismo sueldo. Las prácticas mínimas –simulacros, preparar el equipo de emergencia y la carpeta del desastre– son dejadas siempre para mañana, la próxima semana o el siguiente Diecinueve de Septiembre.
Cuarto, que gracias a la Providencia siempre hay alguien con la nobleza de ánimo, claridad mental, vocación de servicio, los conocimientos y aptitudes necesarios para iniciar las tareas de coordinación, rescate y remediación; mostrando el camino y entusiasmando a las almas tibias que carecen de una o dos de estas cualidades. Pero ese ángel encarnado y su puñado de seguidores poco podrán hacer ante la magnitud de la contingencia si no asumimos de una vez y con seriedad los tres aprendizajes mencionados antes; si no pasamos de una mentalidad asistencialista y subsidiaria a una de solidaridad social y responsabilidad personal.
Quinto: el Jueves Negro nos mostró la fragilidad de la vida y la debilidad del individuo. Pero también la fortaleza del ser humano y la sociedad. Cuando la magnitud del desastre derriba las premisas del «Estado de Comodidad»; es decir, cuando rebasa la capacidad de las autoridades, apabulla nuestra capacidad de dolor y amenaza nuestro confort, descubrimos y potenciamos nuestras capacidades tanto físicas e intelectuales, como morales.
El Jueves Negro puede volver cualquier día. De nosotros depende, de cada cual, que pase sólo como una anécdota para contar a los nietos.


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