20150504

Las cosas, por su nombre


La palabra tiene poder. No sólo en las escrituras sagradas y las ideologías: hablo de la palabra ordinaria y cotidiana. Poder para crear y aniquilar. Para construir y destruir. Pervertir el significado de una sola palabra tiene repercusiones incalculables en todo el universo semántico de la lengua y, por consecuencia, sobre la cosmovisión de un pueblo. 

En esta babel orwelliana que vivimos, con palabras maquilladas, retorcidas y malempleadas al gusto y conveniencia de los grandes opinadores, de las ignorantes masas, los políticos y los variopintos lobbies que nos heredó la posmodernidad, muchas veces encontramos que no sabemos qué dijimos, qué nos dijeron, qué entendimos o entendieron. Desde el insulso –aparentemente– ‘remover’ como sinónimo de ‘eliminar’ / ‘destituir’ hasta la criminal ‘interrupción’ del embarazo como eufemismo de ‘aborto’; de la adicción al ‘a través de’ como sucedáneo de ‘mediante’, o el ‘encontrarse’ como sustituto de ‘estar’, hablamos una «neolengua» informe e infame en la que nada significa lo que debería y ningún sentido discursivo se sostiene sin muletas; donde los términos empleados centenariamente para llamar a las cosas por su nombre (y las personas, las acciones, etcétera) se convierten de un día para otro (Orwell resuena de nuevo) en palabras políticamente incorrectas, casi insultos, reemplazándolos por perífrasis blandengues, imprecisas y semánticamente forzadas, al gusto de los lobbistas o el discurso político de turno.
Ignorar el poder de la palabra, o abusar intencionadamente de él, priva a la cultura y al individuo de un rasgo esencial para su naturaleza: el pensamiento; de las certezas cognitivas, desde las más empíricas hasta las metafísicas: de la certeza del ser y la certeza del poder-hacer.
Pensamos con palabras, es decir, con un compendio de realidades asociadas puntualmente a vocablos específicos que las nombran. Pensamos con sintaxis, es decir, con las reglas asociativas no sólo entre las diferentes categorías de palabras, sino entre los tipos de realidades que éstas nombran. Pensamos con gramática: con una categorización de lo que es posible pensar y lo que no, según sea posible nombrarlo o no; según podamos elaborarlo verbalmente y comunicarlo, o no.
Tenemos como ejemplo de esto ciertas culturas donde la gente es incapaz de percibir el color violeta simplemente porque carece de una palabra para nombrarlo. Lenguas como el árabe donde no hay masculino y femenino, sino que su género gramatical es «lunar» o «solar»; o como el euskera donde las palabras flexionan diferente según su sujeto sea animado o inanimado, si tiene piernas y cuántas... Lenguas como el francés en las que es más fácil hacer poesía que decir números... Sentimientos que sólo experimenta un pueblo porque sólo ahí existe  una palabra para nombrarlo, como la saudade portuguesa.
...Lengua es cultura. Es cosmovisión. Es identidad tanto social como individual. Es una clave para interpretar el mundo y un mecanismo de acción para transformarlo. Si los códigos son alterados, ¿qué decodifican? Si las herramientas se arruinan, ¿qué transforman?
Mutilar la palabra, despojarla de certeza cognitiva, de su poder creador-transformador-destructor, parece desde aquí un crimen de lesa humanidad. Entraña una perversión tan grande que no puede ser obra de una sola mente malévola: se trata de despojar al ser humano de la facultad sobre la que descansan sus demás rasgos de humanidad, todo aquello que nos hace trascender lo animal: sin lenguaje no es posible el pensamiento; por lo tanto, tampoco el conocimiento, la memoria histórica, la política (en el recto y correcto sentido), la filosofía, la moral y la ética; las ideologías, la religión... Por eso, en el distópico y retorcido mundo de la novela 1984, una de las máximas prioridades del Estado omnipresente es controlar la lengua, disolviendo su capacidad comunicativa hasta un mínimo apenas subsistencial: ¿es acaso que la pesadilla del británico nos ha alcanzado, aunque con tres decenios de retraso?


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