20220729

Viernes Santo


No me alegro del mal ajeno; no, señor: me regocijo de mi propio bien. 


I

Si corrieron a los vecinos por desmadrosos y cochinos –mire usted que esta pobre (paupérrima) colonia tiene su cuota de desorden y suciedad–, pobres de ellos, todos merecemos un techo y una puerta con cerradura; lo que agradezco al Nazareno –que hoy en la mañana tuvo su ración de latigazos y bofetadas– es que ya no tendré los cagajones de perro frente a mi casa ni los tamborazos sísmicos zarandando las ventanas.
Entiendo que todos tenemos nuestros ratos de euforia, incluso los mariguanos de más allá ponen sus músicas sonsonetudas. Pero ¿tres veces al día? ¿Hasta en las santas fechas de la Pasión? Eso es no tener temor de Dios. Por eso los han de haber echado, porque aunque diga el cura que Dios no castiga, que son nuestros propios actos los que nos cobran, el hecho es que hasta Cristo –que también es Dios– un día corrió a los desmadrosos de su casa, que es el templo. 
Que desorden hay en todos lados, concuerdo; en mi propia cochera se acumulan los cachivaches a cada rato, y entre los vecinos abundan quienes viven de pepenar en la basura, ahí van acumulando sus costales de chatarra para llevarlos a vender. Pero ¿dos automóviles enteros, oxidándose y juntando todavía más trebejos por debajo y por adentro?
Y los perros, señor… Todo mundo tiene perro aquí, y decir ‘tiene’ es cortesía, porque desde que Dios amanece hasta que los diablos se sueltan están buscando qué comer en la basura y cagando donde les da el ansia; a su casa nomás van a dormir. Pero decirse dueños de una jauría de solovinos que abarca del melenudo al pelicorto, en todas las tallas, y que aterroriza a cuanto bípedo y cuadrúpedo pasa por aquí, sea con sus envites y gruñidos o con el campo minado de sus defecaciones; ducha en derribar ciclistas y rasgar faldas… Eso ya es otra cosa.
Como le digo, no me alegro del mal ajeno, ni de los desahuciados ni de quienes serán sus nuevos vecinos. Aquí sólo estamos disfrutando de la relativa paz que teníamos antes que llegaran. Ya mañana veremos qué gente nueva traen los caseros y, sobre todo, qué haremos con las carcachas y con el perral que dejaron abandonados.

II

Todo empezó con el maldito covid: esa enfermedad de comunistas y de paganos que nos ha tenido con el Jesús en la boca, espiando las ambulancias que llegan para recoger bultos amoratados, a la sordina dizque para no generar pánico.
Una de esas ambulancias se llevó a doña Tenchita, para no volver a verla más.
La enfermedad llegó a la ciudad por un junior que corrieron de España, según, para que no se fuera a contagiar. Pero el muchacho ya traía el mal y fue a regarlo por todos los garitos del bulevar, acompañado de sus amigotes igual de rémoras que él, a cuál más descreídos, desobligados e irresponsables.
Tenchita completaba el gasto vendiendo dulces y frituras en la puerta de su casa; era un alma de Dios y no tenía problemas con nadie: organizaba los cuarentaiséis rosarios, las posadas y viacrucis; iba a las horas santas, y no faltaba a misa cada domingo y día de guardar.
Tengo para mí que el mal lo trajo su marido, un señor san José de pura discreción y persistencia que, cuando todos los pránganas se sentaron a fumar y beber lo poco que les quedaba –porque la contingencia sanitaria «no dejaba trabajar»–, él salía todas las mañanas en su bicicleta a seguir haciendo la lucha. Quién quite y un mocoso de casa rica le haya pegado el bicho durante una chamba de albañilería o de jardineada, y él, sencillo e ignorante, al no sufrir síntomas, se lo haya contagiado a su santa mujer.
Si no fue él, ella pudo agarrarlo ayudando a bien morir o velando a tanta criatura que entregó el alma en esta colonia durante los primeros meses de la pandemia, desde muchachitas que en el altar del novenario tenían su foto de quinceañera, hasta el abuelo de otro vecino de la cuadra –que ya es abuelo él mismo, así que imagine los años que tendría el difunto–.
Doña Tenchita volvió en una urna de madera –a todos los muertitos por covid los estaban cremando, que para evitar más contagios–. Su ahora viudo agarró la bicicleta y cargó en la parrilla trasera cuanto le cupo en un costal: se regresó a su tierra dejando la casa sola y tan limpia como siempre la habían tenido.
Mire usted qué ironías de la vida, o qué sentido del humor tiene el diablo, que a menos de una semana alquiló la casa esta gente sucia, descreída y sin moral –nomás oye música de drogas, asesinatos y perversiones–, con sus perros enemigos de los ciclistas, su desorden y basura.

III

El mero primer día se dieron a conocer: un muchacho con piernas y panza de mariachi que se pasó de sol a sol chanceando a las señoras de la cuadra, muy seductor según él; la hermana con la cintura y la gracia de un cilindro de gas, pero muy segura de sí misma, y una ristra de hermanillos todos iguales menos en la estatura.
Como no había escuela debido a la contingencia, en cuanto les amaneció –como a las nueve de la mañana– pusieron su bocinota a todo volumen, haciendo retumbar las ventanas de esquina a esquina con sus raps y reggaetones a cuál más delincuenciales y pornográficos, alternando con dizque corridos no menos exquisitos: un ruido del demonio que no dejaba oír ni los propios pensamientos.
Usted ha de preguntarse qué caramba estaba haciendo yo en casa a esa hora, cuando la gente de bien está en su santo trabajo: pues eso mismo, señor, trabajando; la Providencia me bendijo con un empleo que no se acabó con la pandemia, como el de muchos desgraciados, y que me ha permitido seguir ganando el sustento en el que puedo llamar mi hogar mientras no deje de pagar la renta.
Yo me los figuraba como los niños perdidos de Peter Pan: no se veía gente de razón por ningún lado. Así que, a riesgo de ser ponderado como el Capitán Garfio de la cuadra, fui con mi mejor cara de buen vecino a pedirles que le bajaran al volumen de la música. ¿Creerá usted que no me oían? Tuve que gritar en su puerta misma. Poco me duró el contento: en cuanto les di la espalda le volvieron a subir. Y yo, con la paciencia de Job, fui otra vez. Total que, como las caídas de Cristo en el Calvario, a la tercera me resigné a mi penitencia.
Es que, como el hermano andaba por la esquina «quedando bien» y la hermana con los chiquillos estaba limpiando la azotea, pues no alcanzaban a oír a su gusto.
En fin, cuando estaba a punto de perder los cabales y no sabía si llorar, gritar, hablarle a la policía o cortarles el cable de la luz, sobrevino el silencio. O algo como el silencio, porque me quedaron zumbado los oídos.
En la tarde ocurrió igual, y otra vez en la noche.
Me tomó varios días descubrir que sí había un adulto en esa casa: la señora madre, quien en cuanto llegaba de la calle apagaba el ruidero.
Abreviando el sucedido, a menos de dos semanas terminé llamando a la policía, tres días seguidos… Para nada. Resulta que el proveedor de los mariguanos, tres casas más allá, es bien conocido de la autoridad; tiene un expediente por pandillerismo así de gordo en Estados Unidos y, aquí, se las ha arreglado para amedrentar o cohechar a los de azul con su pinta de cholo de verdad y, sobre todo, con fajos de billetes que vuelven ciego, sordo y mudo a cualquier patrullero que pase por aquí.
Y mire usted que este mismo señor de calcetas blancas, coleta trenzada y bigote de Tizoc es quien llegó a componer el mal: con su peor pinta se plantó a media calle y una sola vez gritó –ha de disculpar el vocabulario–: «bájenle a su chingadera». Y santo remedio… para él, porque de ahí en adelante oían su ruidero a puerta cerrada, así que a este Pedro Navajas ya no le llegaba la retumbadera, pero a los de junto y los de enfrente –como su seguro servidor– terminó por darnos una resignación enfermiza, dando gracias a Dios de que por lo menos los vidrios de las ventanas ya no amenazaban con saltar en pedazos.

IV

Entonces empezó el problema de los perros. Como las olas del covid, apenas se iba retirando una desgracia cuando se veía llegar otra; ya lo verá usted más claro.
Primero uno, luego dos; quién sabe cómo, a los días ya eran cinco animales y, al mes, ya nadie los podía contar, pues llegaban y se iban, aparecían o se desvanecían.
La perrera, simplemente, no pasaba, aunque uno llamara al ayuntamiento. Los demás animales de la cuadra terminaron huyendo a las azoteas, o linchados por estos feroces canes: una mañana sí y otra también, encontraba uno los pedazos de un gato desmembrado, una bolsa de compras asaltada a las viejitas madrugadoras que venían con su despensa, una cabeza de gallina –hay quienes crían gallos de pelea para llevarlos la feria de la ciudad– o el cráneo pelado de una chiva –todavía hay aquí cerca granjas con animalitos y hortalizas–.
El acabose fue cuando la jauría envalentonada agarró oficio de derribar ciclistas y desgarrar faldas, pero ni por eso hizo caso de venir la cuadrilla de control animal.
Nunca entendí cómo podían defecar tanto esos animales, si nunca vi que les dieran de comer. Tenía que salir uno de su casa, primero, muy discreto para no alterar a esas bestias de Satanás y, luego, caminando de puntitas y a saltitos como si jugara bebeleche, para no pisar un cagajón.
El que vino a atajar este asunto –para que no creciera más, olvídese usted de ponerle remedio– fue el abuelo al que se le murió el abuelo. Primero intentó con buenas razones, luego amenazó con sus credenciales de «delegado del partido» y, al cabo, tuvo que hacerlas valer: fue el día, como la Pascua de Israel, cuando se abrió el mar de canes con la presencia de la perrera. De ahí hasta que se fue esta gente y dejó tirados a los animales, por lo menos pudimos contar e identificar a los malhechores, que para entonces no se satisfacían rasgando faldas de católicas y protestantes, sino que ya habían agarrado gusto también por los hábitos de las monjas y la sotana del vicario.

V

Llamamos grúas para que mañana se lleven los automóviles abandonados. Algunos vecinos están separando el mugrero acumulado adentro y debajo de ellos, acopiando lo que pueda venderse como chatarra, y medio acercando lo demás al contenedor de basura, calle abajo. Los chiquillos se divierten cazando con sus resorteras las ratas sorprendidas por el repentino desahucio, muy silencios según ellos porque es día de duelo: conmemoramos la muerte de nuestro Señor.
Los perros son los que dan pena. Súbitamente, han pasado de esbirros del demonio a víctimas de abandono. Sin hablarnos –porque de todos modos no nos hablamos mucho, menos los de la cuadra sur y los de la norte, los de la mitad poniente y los de la oriente, y yo tengo la maldita (o bendita) suerte de vivir justo en medio, como los ahora ex vecinos–, sacamos las sobras de comida, abrimos los portones de las cocheras, acogemos en cada casa a un animal. Los gatos van bajando de las azoteas y de los árboles, se acercan con cara de hambre atrasada y comparten en santa paz con sus otrora verdugos el pobre pábulo que estos improvisados sanmartines podemos darles.
Los gallos sementales y sus harenes cantan o cacarean himnos de libertad, más sentidos que cualquier composición humana. Hasta las chivas de las granjas vecinas balan algo que suena como un aleluya. Divide et vinces, dijo el césar, y las humildes bestias parecieran rogarnos que mantengamos separada a la jauría. Mañana, Sábado de Gloria, celebraremos nuestra liberación, más sentida que la vigilia a ser presidida por el señor cura en la parroquia.
Mi señora y yo nos hemos hecho cargo de una cachorra, algo sazona ya, con alguna pinta de bóxer, que puede convertirse en un animal de bien si le damos algo de cariño y disciplina. El abuelo delegado del partido (con el abuelo muerto por covid) trata de aquerenciarse a un perro pinto, con un ojo zarco, que da trazas de ser buen guardián. Y etcéteras. Mañana que vengan los dueños de la casa a acreditar la entrega de las llaves, seguramente estaremos más de tres parados en la acera, con los brazos cruzados, dando a entender con nuestro silencio severo que no estamos dispuestos a aceptar a cualquier cabrón como vecino.


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