¿Cuántas vocaciones se han truncado en el mismo brote por solo temor al fracaso? ¿Cuántas vidas se frustran al secárseles la última gota de voluntad y perseverancia? La causa suele ser un desvío de miras: buscar el aplauso, que es efímero, en vez de la felicidad perdurable; el reconocimiento de otros en lugar de la trascendencia personal.
«El estímulo de tus obras no lo busques en las recompensas de oropel, sino en la adquisición íntima de un mejor rango moral o intelectivo» (Ideario PDMU, 30).
A JMTO, MATO, MMS y TCMS.
El triunfo es tan efímero, que siempre nos parece demasiado el esfuerzo empeñado en conseguirlo. Por eso el triunfo, casi siempre, produce frustración. El eco de los aplausos se desvanece demasiado pronto y sólo deja ensordecimiento, cansancio, hambre de algo más sustancioso.
Renunciar a un evento en la vida; más aún, a un proyecto de vida, por «miedo de no alcanzar el triunfo», es el extremo opuesto de desfallecer a mitad del camino. Quien renuncia antes de iniciar, se reclamará siempre no haber dado siquiera el primer paso; mientras quien se detiene a la orilla del camino tiene al menos la satisfacción de mirar lo recorrido y una oportunidad de acopiar fuerzas para seguir. Incluso quien se equivoca en una encrucijada, lleva consigo el bagaje de lo conseguido y la expectativa de alcanzar un destino nuevo. Pero quien se queda en casa, ¿a dónde llegará?
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El triunfo es una golosina, alimento que se digiere pronto y nos deja hambrientos; sólo sacia un instante, y muchas veces desilusiona. El premio en el maratón de la vida está «más allá» de la carrera misma. ÉXITO viene de la palabra latina que significa ‘salir’, y si lo vemos bien, cruzar la meta es dejar atrás la competencia, la fatiga, el afán, para reponerse y, cuando sea el momento, emprender una nueva carrera. Es dejar atrás una versión de sí mismo más temerosa, ignorante, débil, deseando llegar más valiente, sabio y fuerte a la siguiente prueba.
Y lo mismo que del maratonista, puede decirse de cualquier elección de vida. El verdadero artista, profesional, religioso o militar, no elige serlo por cuántos lo admirarán, por los contrincantes que espera dejar atrás en la «carrera artística», la «carrera universitaria», la «carrera religiosa» o la «carrera de las armas»; ni por el título, las vestimentas o el sueldo que, se supone, su «carrera» le merecerá cuando «termine», cuando «llegue», cuando «la haga».
El artista, profesional, religioso o militar exitosos no dependen de los aplausos, de quién pisoteen, de un papel ni una ceremonia. La persona exitosa lo es, porque la empuja una sed profunda y constante de comunicar mejor, de saber más, servir más, poder más, que no depende de la lisonja u opinión ajenas, sino de la íntima satisfacción que da vencerse a sí mismo.
La persona exitosa es una persona contenta, mas no conforme. Alegre, pero no ingenua. Sabe lo que quiere y lo secciona en metas alcanzables según su real fuerza y capacidad; se ejercita para superar la meta siguiente; descansa un momento en el gozo de lo conseguido, y va por la próxima etapa.
Quien se conforma con el triunfo, se amarga y decepciona de sí mismo después de unos pocos contratiempos, los que él llama ‘fracasos’. Empeña alma y vida en una meta inalcanzable, sin considerar sus límites ni el esfuerzo, para terminar pronto derrotado.
Aquí viene otra palabra importante: PERSONA. Ésta, en latín, significa «máscara». El cazador de triunfos es adicto de lo que otros vean en él, a que «re-conozcan» su persona, mientras que el exitoso pasa desapercibido para muchos: no los necesita para saber quién es. El triunfo es un aliciente para las apariencias; el éxito, un efecto secundario de la trascendencia.
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