20090518

Nos veremos en el cielo de los ateos... Y si no, ya nos vimos


El maestro Benedetti soltó por fin la pluma ayer, domingo 17 de mayo. No entiendo cómo siga existiendo la letra impresa si no está ya aquí el hombre que la volvió realmente significativa para mí.

Probablemente no hubiera yo apostado la vida por la palabra, hace, digamos, 20 años, si el ministro de mi bautizo poético hubiera sido otro que el padre de los Trece Hombres que Miran, el testigo de Pedro, denunciante del Capitán, devoto de menear la borra del café a las 3:10. El hombre que me enseñó cómo se debe amar a las Laura Avellaneda que nos hacen la vida buena, aunque nos dejan una dosis, necesaria y saludable, de dolor.
No creo, aunque lo sé, que su voz temblorosa y reptante, pero siempre afable, se apagó ya. Que nunca podré pedirle otro autógrafo (el suyo fue el primero que pedí jamás). Si existe un cielo de los ateos, el rostro suyo es el que buscaré primero cuando mi pluma se detenga también. Y si no, qué importa: tengo lo que vale de él; otros lo tendrán: su palabra escrita.
Bendito sea el hombre que muestra el camino, suave, sonrientemente, sin ordenar, sin conminar, sin teorizar. El que invita a abrir las puertas, a consagrarse a la palabra; que enseña a aceptar el momento de hacer una tregua y a dilucidar cuándo se reemprende la brega. Don Mario Benedetti es uno de ellos, así en presente: la carne vaya a donde debe ir; la palabra permanezca donde debe estar: en los oídos nuestros y de nuestros hijos.


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