20191125

Todos los niños, todos los jóvenes


No estamos aquí para los «niños buenos», pero claro que son bienvenidos. Tampoco para «rescatar» a «los malos», pero no rehuimos el compromiso si es necesario. Estamos aquí por los niños y los jóvenes, sin epítetos ni etiquetas. Llegamos antes que muchos gobiernos en todos los órdenes y geografías, con sus efímeros programas de mea culpa o de reclutamiento corporativista, y aquí seguiremos luego que muchos más se vayan. 


Desde que, en 1907, se reunieron las primeras patrullas escultas en Brownsea, bajo la tutela de mi general Robert Baden-Powell, y en 1938, en México, doce estudiantes de Medicina se congregaron a la sombra del Estadio Nacional para someterse de manera voluntaria a un régimen que los fortaleciera espiritual, intelectual, corporal y materialmente, nuestra labor altruista ha adquirido sentido, método y objetivo, colaborando en la formación integral de las nuevas generaciones, sin distingos ideológicos, de clase o religión.
Para nosotros, todos los niños y jóvenes que se congregan en los locales de grupo o campos de instrucción, son personas con derecho a explotar su 10 por ciento de oportunidades y dejar de pertenecer al 90 por ciento de la población sumida en la miseria, sí, económica, pero sobre todo moral y mental.
La pañoleta con los colores de su grupo para unos; las botas lustradas y la gorra de cuartel para otros; más allá del método y filiación de sus instituciones, son símbolos visibles de un compromiso adquirido íntima y personalmente para construirse como mejores seres humanos y, con ello, contribuir a una sociedad mejor, siendo ejemplo de «vidas victoriosas».
Estos chicos que abandonan las cobijas antes que todos sus vecinos, que están dispuestos a probar los límites no para justificar su precariedad sino para trascenderlos, son los adultos que llevarán la sociedad sobre sus espaldas o, mejor, bajo su guía. 
Qué tristeza ver paterfamilias, e incluso dirigentes, que se consuelan con verlos «entretenidos». Qué pena de los muchachos inconscientes del valor simbólico de la jerarquía o distinciones que han obtenido; del fin trascendente que tienen sus aptitudes ganadas y desarrolladas.
Qué vergüenza mortal olvidarnos, dirigentes e instructores, que todos ellos tienen derecho a la igualdad, «mas no sumergida en el cieno y con afrentas, sino a la altura de las mejores expresiones humanas». Quiero decir, descubrir que los discriminamos en «buenos» y «malos», «dóciles» e «incorregibles», «sanos» y «traumados», «débiles» y «fuertes», «cobardes» y «valientes», «blandengues» y «duros», etcétera, y en consonancia dosificarles nuestro cariño, atención y cuidado; sancionar sus faltas y proveerles instrucción con raseros distintos; no como resultado de una pedagogía diferenciada sino de nuestros prejuicios.
Tengamos presente que necesitamos en nuestras filas a todos, igual los que merecen el premio que el oprobio; los excepcionales, los mediocres y los fracasados; los que tienen, los que pueden y los que quieren. También (sobre todo ésos) los que no tienen, no pueden ni quieren salir de la masa para aspirar aires limpios y recibir en sus rostros la luz pura del Sol. 
Hace unos meses, con ayuda de algunos dirigentes de la Asociación de Scouts de México, AC y miembros del Estado Mayor General del Pentathlón Deportivo Militarizado Universitario, AC (las dos organizaciones juveniles más grandes de mi amado país), conocimos la escalofriante realidad de nuestros esfuerzos: aun con las cifras más optimistas, estimando el personal sin registro y simpatizantes, e imaginando la membresía de otras instituciones, ni siquiera dos por ciento de la niñez y juventud mexicanas participa en una organización juvenil.
¿Qué nos falta para llegar a ese ingente 98%? ¿Qué será capaz de hacer nuestra minoría uniformada, cuando llegue a la adultez, por mejorar las condiciones de la rotunda mayoría? Aunque todos nuestros chicos llegaran a puestos estratégicos en el gobierno, la empresa, las comunidades religiosas y demás instituciones, ¿qué resonancia alcanzarán su voz y sus acciones para conseguir una mejor Patria, un mundo mejor?
De entrada debemos desechar la tentación corporativista, totalitarista, de obligarlos a militar en nuestras organizaciones. La Falange española, las Juventudes Hitlerianas y los programas de Pioneros en los países comunistas demuestran claramente el fracaso de este modelo: cuando los chicos y sus instructores van obligados y, encima, deben soportar un programa impuesto desde arriba, esto se convierte en una guardería gigantesca donde todo mundo va a hacer como que hace y solamente cumple sus horas de condena.
La manera sana de atacar el problema es ser buenos instructores que formen chicos mejores que nosotros, con la participación de padres, madres, tutores, profesores y ministros religiosos; para que a los vecinos se les «antoje» mandar a sus hijos; que los muchachos contagien a sus familias y prójimos, aunque no se encuadren con nosotros, y que entre todos nos apoyemos para no desfallecer, discriminar ni ver las actividades de la organización como mera «terapia ocupacional».
La mirada vigilante de B-P, Jorge Jiménez Cantú, Don Bosco, María Montessori y muchos más formadores de la juventud, desde allá arriba espera resultados.



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