20091028

De novelas y otras historias


Línea a línea, llené mi niñez y adolescencia con una realidad alterna en la que nadie sufría por amor, la inteligencia y la habilidad valían más que la fuerza, y el conocimiento era la llave de la felicidad... Claro, mientras los adultos me dejaran leer en paz.

Los fines de semana íbamos a visitar parientes al rancho o nos presentábamos en el grupo scout; si no me había inscrito mi madre en clases especiales por las tardes, las horas de luz que dejaba la tarea eran para el entrenamiento de basquetbol o la escoleta de banda de guerra; luego, en la secundaria, hoy había clase de inglés y mañana de guitarra.
Sólo la insistencia infatigable de los adultos evitó que viviera patológicamente abstraído del mundo y, en vez de entrar a preparatoria cumplidos mis 15 años, como al cabo ocurrió, me fugara para siempre a La-La-Landia con una linda camisa de mangas muy largas.
¿Quién se sometería por propia voluntad, durante nueve años, al ambiente gris y saturado de rivalidad en un colegio católico para hombres, si en casa lo esperaban los leales personajes de Julio Verne, inteligentes, pacíficos, impávidos y siempre vencedores con su sola ciencia en todo tipo de aventuras, o por lo menos las anécdotas cautivantes que contaba la abuela sobre su niñez, vivida en el cerro durante la Revolución y la Cristera?
Yo, por lo menos, no. Había tanta testosterona en el colegio, que terminaba cada jornada harto de demostrar ser más hombre que otros o morir en el intento, aun en los primeros años: machito pa aguantar carrilla, machito pa soltar madrazos, pa no delatar al imbécil que provocaba la expulsión de uno; pa aguantar o poner balonazos, jugar guerritas a pedrada limpia o en las áreas prohibidas; pa no bostezar con los monólogos del padre prefecto o el padre director, en su oficina o en el pasillo –y para tragarse luego las burlas, en este último caso–.
Claro que no me quedaban ganas de salir por las tardes a tirar balonazos con los niños del barrio (que raramente lo hacía) ni hacer otras competencias de machismo (excepto en bicicleta, para lo que no era malo aunque aprendí tarde), ni de ir sábados y domingos al Penta para hacer lo mismo (de lo que me salvé hasta que tuve hijos). Yo lo que quería, cuando no había tarea, clases especiales ni salidas de fin de semana o vacaciones, era leer aventuras, pero de ésas en que el cerebro prevalece sobre los testículos y la razón sobre las pasiones. Por supuesto, Verne encabezó siempre mi lista de preferencias y luego, muy atrás, venían en masa Dickens, Stevenson, Kipling, Twain, los realistas españoles, Tolstoi y las leyendas medievales.
Cuando tenía ganas de relatos más verosímiles, mi abuela era una verdadera mina. Gracias a ella supe la historia –por ejemplo– de san José Isabel Flores antes que nadie lo conociera fuera de Matatlán, incluida su astucia para escapar de los perseguidores, su auténtica santidad y frugalidad (ella llegó a «echar gordas» para el venerado mártir y servirle el plato de frijoles); su trágica vida tan llena de sufrimientos, que pasó por la tortura postrera como por un florido prado.
Salgari, Alcott, Amicis y otros por el estilo siempre me parecieron (parecen) unos babosos melodramáticos que escribían para niñas y pusilánimes (más que yo, por lo menos). Además, me enojaba mucho que Salgari nunca concluyera sus historias en un solo libro, que siempre hubiera un oscuro secreto y un amor inconfesado, chapuzas mercadológicas dignas de una telenovela pero que nunca emplearían los escritores de verdad.. como Verne, por supuesto.


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